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Lo fueron a buscar dos veces y las dos veces dijo que no, que ya no quería tomar la moto e irse a la entrada del pueblo a vigilar

Lo fueron a buscar dos veces y las dos veces dijo que no, que ya no quería tomar la moto e irse a la entrada del pueblo a vigilar, con un radio titubeante entre las manos en el que solo se escuchaban terribles noticias, reportes de levantones, de muertos arrojados a las orillas de las carreteras, de incursiones de comandos armados.

Le habían matado a algunos amigos de su misma edad, y otros tantos habían escapado de la zona, presa del miedo de ser asesinados o desaparecidos en la guerra que se libraba, pero él no, se quedó a cuidar a su madre que cada mañana se levantaba para marchar a la fábrica ubicada a la orilla de la carretera Culiacán-Eldorado, en donde trabajaba limpiando semillas.

El tiempo en que Manuel pasaba soberbio en aquella moto Itálica color negro por las calles de Villa Juárez había quedado atrás, así como cuando sentía que traer los radios le daban una encabronada invulnerabilidad. Saludaba a los policías, daba raite a las morritas de la secundaria y de la prepa, se iba a las afueras, y hasta se codeaba con los pistoleros del cártel. En su Facebook había hecho una galería retratado con armas largas y cortas, sus gorras con las inscripciones de los patrones.

Junto con sus compas, su “clika”, se iba a fumar mariguana a las afueras del pueblo, debajo de un álamo grande, platicando los avatares de cada día, los planes para salir el sábado, las conquistas del sexo opuesto y los planes con el dinero del aguinaldo. 

Manuel apenas ganaba mil pesos a la semana. Eran mil pesos y traer la Itálica que relumbraba al mediodía cuando atravesaba furiosa las calles de la sindicatura, guiando a una manada de motos que rugía al paso de los transeúntes, repartiéndose los puntos para vigilar.

A sus amigos se los decía: quería brinca a puchador, a líder de punteros o a sicario bien ajuariado con el cuernito de disco, la pechera y los cargadores. “Yo nací para matar gente”, soltaba orondo.

La guerra estalló y empezó a ver cómo caían sus compas bajo el fuego de esos cuernitos que tanto antes había anhelado poseer. Otros amigos ni siquiera se despidieron, emprendieron la marcha antes de ser los próximos.

Pero Manuel no, no quería dejar a su madre que tanto se partía el lomo trabajando para sostener la casita de la colonia de la periferia. Su madre sabía y una noche en que los comandos asediaban Villa Juáez le pidió que se marchara y no volviera nunca más.

Le dolía dejar a su novia, una adolescente que cursaba el tercer año de la secundaria y le preocupaba dejar sola a su madre con su hermano, finalmente él había sido la suplencia del padre ausente.

“Me voy a salir”, dijo, “les voy a decir que ya no quiero nada”. 

Fue y le entregó la moto y los radios al jefe, y se fue con un desazón en la boca hacia su casa, abatido en su interirior como un soldado en el campo de batalla.

Pero no tardaron en irlo a buscar. Fueron y le tiraron las herramientas de trabajo y el jefe de pistoleros del territorio le gritó que menos ahora podía rajarse, ahora que los chingazos estaban a flor de piel.

Él movía la cabeza: no. Otra vez fueron y lo acusaron de que se estaba “volteando”, y que para demostrar que no era así tenía que seguir cumpliendo con su trabajo, y que ahora le pagarían el doble.

“Pero si me deben dos semanas todavía, yo ya no quiero”, se excusó.

Los cadáveres le pasaban por un lado, pero no se largó, hasta que una mañana volvieron a llegar, una vez que su madre salió para el trabajo. Le gritaron de arriba de las camionetas.

“Trabajas o te matamos”, le espetó el enviado.
Se cruzó de brazos y rechazó con la cabeza. Manuel no alcanzó a ver cuando se dio la vuelta, que uno de los pistoleros del clan se bajó de la Silverado y le disparó con el AK-47 a la cabeza. Uno, dos tiros. Y ya. Los vecinos solo dijeron que escucharon el ruido de motores y llantas.

A su madre le avisaron tarde en la fábrica, que su hijo, el que no había cobrado las últimas dos semanas, estaba siendo levantado de un charco de sangre que penetró la tierra, afuera de la casita de techo de lámina negra, camino al forense.

*Publicado en la edición número 16 de su semanario Adiscusión
Foto: Internet y  información de: Adiscusion 

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